Como en Ítaca, el poema de Kavafis, en Nueva York con niños es importante el viaje. Un avión cruzando el Atlántico, 180 pasajeros en una convivencia aséptica de ocho horas que intentaremos que nuestros niños (buenos, pero niños) no quiebren. Renunciaremos al sueño. También al equipaje, perdido.
Al aterrizar comienza la sensación predominante de la visita a Nueva York: todo esto ya lo he visto, pero a la vez es formidablemente nuevo. Los rascacielos, los taxis amarillos, el uniforme negro del policía que compara la cara dormida del pequeño con la foto del pasaporte, el brazo tatuado (el del policía) y el apellido que muestra la placa: Martínez. Más tarde, con el jet lag como único equipaje, en una tienda para reponer el vestuario infantil nos disculparemos en inglés por las acrobacias de los niños: "No tenga pena", responde en español una dependienta. "Mexicanos somos muchos, también hay portorriqueños; y dominicanos, que abundan", nos explica.
Entre el cielo y el (sub)suelo
Una buena idea para una primera aproximación a la isla de Manhattan es subir al segundo piso de un autobús turístico sin techo y cruzar los cañones que forman las calles paralelas, rogando que una tormenta repentina -no es tan raro en Nueva York- no nos arruine la ropa recién comprada. Miraremos hacia arriba, aprendiendo a distinguir el edificio Chrysler (el más bonito) del Empire State (el, tristemente, más alto, desde cuya planta 86ª -tiene 102- tendremos las mejores vistas de Manhattan). Una mirada al asfalto dará cuerpo al sonido de las sirenas de policía y bomberos, omnipresentes, como en las películas. Y es que absolutamente cada rincón nos recordará alguna secuencia. Al otro lado del suelo, abandonando todo el lujo del espacio exterior, el metro nos traerá a la memoria películas más convulsas, y, sin embargo, nos gustará cruzar la isla de Manhattan (y más allá, llegar a Brooklyn o a la decadencia de Coney Island, final del metro en la playa) bajo tierra. Si regresamos de Brooklyn (unido a Manhattan por el puente que inmortalizó Woody Allen, ¿ven?..., o que destrozan Los cuatro fantásticos, que esto es Nueva York con niños), entonces podemos bajarnos en la parada de la Calle 59, en Columbus Circle.
Central Park
Las copas de los árboles a la salida del metro sitúan Central Park, una isla dentro de la isla. Podemos alquilar una bicicleta, un coche de caballos o caminar, pero antes nos tomamos un zumo natural en Ferrara, sucursal en forma de quiosco del mítico café Little Italy (el más antiguo de Estados Unidos, afirma apurando su helado un hombre que parece Tony Soprano). Un objetivo improbable puede ser llegar hasta el impresionante Museo de Historia Natural, pero perderemos tiempo intentando que la ardilla no salga movida en la foto, y encontraremos pronto un parque con fuentes cuyos chorros de agua arrancan desde el suelo y donde se empaparán los niños. Si solo compramos una muda esperando que apareciesen las maletas (aparecieron, sí, pero días después de volver), pues a entrar de nuevo en otra tienda a por la obligada camiseta de I love NY. Ya medio secos, podemos cruzar remando alguno de los lagos, tumbarnos en la hierba, comprobar que apenas nos hemos acercado al museo, pero no importa, maybe tomorrow (quizá mañana).
Zoo del Bronx
Creeremos que hacemos esto por tratarse de un viaje infantil, pero visitar el zoo del Bronx (como el protagonista de Submundo, la obra maestra de John DeLillo) es adentrarse en otra concepción de zoológico. Pasear por un bosque tropical y descubrir entre los árboles animales que no parecen tener barreras para llegar hasta nosotros (pero sí las hay, calma, ninguna leona merendará niño español). Hay trenes y un montón de kilómetros de camino para pasear de una zona a otra. Más allá de la enorme parcela donde dormitan los leones está el pueblo Somba (el auténtico se sitúa entre Togo y Benín), con un balcón rocoso que se asoma a la reserva Baboon, donde los babuinos, monos leonados, traen locas a las cabras montesas con sus galopadas de pastores excéntricos. Dos grupos de flamencos parecen similares, pero al acercarnos descubrimos que uno de ellos está construido con piezas de Lego. Un tigre con su enigma borgiano a cuestas recorre elegante el camino que le lleva a la poza donde beber largamente. El tren monorraíl que muestra la parte asiática espera, y los gorilas que dejarán la comida a medias para subir a los árboles cuando se aproxime el gorila rey. Aceptando que las 100 hectáreas de zoo son inabarcables en una jornada, volveremos a Manhattan.
Minicompras
Hay crisis, pero la última jornada nos vamos de tiendas. El dólar está bajo y, además, quién ha dicho que haya que comprar, vale mirar, incluso en las tiendas preparadas para la educación del perfecto futuro consumista. Podemos subir a la noria de Toys R Us de Times Square, ensamblar piezas en el Lego del Rockefeller Center, donde hay una reproducción del mismo Rockefeller Center (en invierno podremos patinar sobre hielo en la explanada), e imitar a Tom Hanks en Big saltando sobre las teclas de piano gigantes en FAO Schwarz, en la Quinta Avenida junto a Central Park.
Despidámonos buscando una buena (¡y barata!) vista de la línea del cielo, el perfil de Manhattan. Al sur de la zona cero, embarquemos en el transbordador que lleva a Staten Island. La vista es espectacular y pasaremos cerca de la Estatua de la Libertad. Nos iremos de Nueva York con un buen sabor de boca que, sin embargo, no sacia. Habrá que volver a la capital del mundo, también apta para niños.