En el mapa donde trazo a rotulador el itinerario de mis viajes existía un tramo interrumpido en África occidental, una cicatriz en la línea continuada entre El Aaiún y la Costa de los Esclavos, en las playas de Benín y Togo. De Dakar a Bamako. Para un coleccionista de trenes clásicos, o míticos, o viejos, la existencia de una línea de ferrocarril entre ambas capitales era además un reclamo que arrastraba. Así, busqué un tramo que interrumpir en el calendario de lo cotidiano (ese otro viaje), armé una pequeña mochila y busqué un vuelo a Dakar y otro de vuelta desde Bamako.
01 Gambia a la plancha
El viaje de Dakar a Bamako comienza en Banjul, la abandonada capital de Gambia. La distancia no es mucha (Gambia es una flecha incrustada en Senegal) y así conocemos algo más. Los centros turísticos costeros dan la espalda a la capital, una ciudad cuyos edificios parecen resistir (malamente) a una guerra. El humedísimo calor sofocante nos hace buscar una playa de arena blanca, donde los pescadores se afanan empujando sus largas y picudas embarcaciones sobre la cresta de las primeras olas. De nuevo en África. Sonreímos. Hay que cruzar hasta Barra, al otro lado de la desembocadura del Gambia (río arriba aún puede visitarse al último descendiente de Kunta Kinte, en serio), en un ferry viejo y abarrotado desde donde contemplar la hermosa danza de los delfines. En Barra alguien nos ofrecerá llevarnos hasta la primera frontera.
02 Dakar
En la frontera con Senegal pasamos del goodmorning al bonjour, del dalasi (moneda gambiana) al franco CFA, la moneda común en toda África francófona occidental. Un taxi compartido hasta Dakar, un viaje ensardinado hasta la gran capital donde la noche antes de nuestra llegada, lástima, tocó Youssou N'Dour. La música nos rodeará en toda la etapa senegalesa. Nos confirman que el tren "ne marche pas" (no funciona) y decimos bueno, pues por carretera, y a disfrutar Dakar mientras tramitamos el visado para Malí. Pasar unos días en Dakar es un verdadero placer. Un híbrido entre África y Europa, una ciudad con esquinas caóticas y rincones ordenados, un laberinto con salida al mar. Frente a Dakar, a 20 minutos en ferry, está Gorée, un funesto paraíso. Funesto porque esta pequeña isla de casas coloniales, patrimonio mundial, frondosos árboles y apetecible playa, asequible paseando, bonita y tranquila, fue el principal mercado de esclavos durante casi 300 años. Sentados en alguno de los chiringuitos junto al puerto mínimo podremos tomar un estupendo arroz con pescado (tiebudien) o un sabroso pollo en salsa (yassa poulet) y una cerveza.
03 Visado de frontera
Entre el fin de semana y los dos días que por un fallo técnico necesitan en la embajada maliense para tramitar el visado, decido arriesgarme a obtenerlo en la frontera (arriesgarme porque algunos dicen que solo se obtiene en embajadas o en el aeropuerto de Bamako, no en fronteras). La explanada que sirve de estación a los taxis compartidos que salen hacia numerosos destinos parece un cementerio de coches. Un desbarajuste sorprendentemente organizado. Preguntando se localiza rápido el lugar del que parten los coches hacia Tambacounda, donde pasaré la noche; ahora hay que esperar a que el taxi se llene. La espera sirve para disfrutar del incansable espectáculo cotidiano de la vida en África. Cuando llega el último pasajero y nos dicen que partimos, acomodamos las costillas a las del compañero de asiento y nos disponemos a estar así, encajados, unas cuantas horas. Algunos tramos de la carretera se asemejan al paisaje lunar, con sus cráteres; otros, a un valle, con sus cabras y vacas cruzando repentinamente. En Tamba (así llaman a Tambacounda) el calor es mayor, y el polvo, pero encontramos una terraza donde sirven una Castel (cerveza de allí) y un buen pollo en salsa que rebañamos mientras se cruzan las llamadas de diferentes almuédanos al caer la noche.
En la frontera, tras cruzar el río Senegal, el policía que se asoma a mi pasaporte exclama que no tengo visado; tiemblo, y añade: "Tendrás que hacértelo", y me lo hago, en el momento, así de fácil. Entonces me subo a la furgoneta más vieja del mundo. Con bancos de madera por asientos, con agujeros en la chapa por ventanas sin cristales, con una velocidad de crucero de casi 30 kilómetros por hora en las mejores condiciones, pero no hay prisas (y en Malí hay buenas compañías de autobuses también, que conste, aunque hace años, en otra carretera de Malí, al pasaje nos tocara tras cada parada empujar el autocar para que el conductor arrancase a rachas).
En Kayes duermo en un hotel con una gran terraza cerrada, donde pido un plato de comida a una joven camarera. Atardece y nadie enciende ninguna luz. Cuando me sirven el plato no puedo ver su contenido, pero me lo como todo, entre pequeñas sombras densas que son ranas que llenan la terraza. Más tarde, en mi habitación, al otro lado del mosquitero, escucharé el trasiego de parejas subiendo y bajando; las jóvenes de la terraza eran prostitutas.
04 Bamako
Tras la última parada del autobús para que los pasajeros recen en la cuneta, llegamos a Bamako. Allí, un premio: hotel con piscina. Aunque Bamako no tiene el encanto de Dakar y su caos es más caótico, y aunque no hay mar, sino el gran Níger, también esconde gratas sorpresas como el interesante Museo Nacional, en un agradable parque con el African Grill, otro premio, restaurante que saciará el apetito de más comida africana, y las calles de la ciudad, ese gran mercado. Aprovechamos para recorrer satisfechos las calles de otros viajes, entrar en el edificio antiguo de un mercado de abastos, comprar en algún puesto un rotulador para trazar sobre el mapa el último tramo. O el penúltimo.