“Hay ciudades tan descabaladas [...] que no tienen catedral”. Son palabras extraídas de “Tiempo de silencio”, el novelón de Luis Martín Santos, que no era de Bilbao pero vivió lo que le dio tiempo en San Sebastián, y murió en Vitoria, tras un accidente de tráfico, como Albert Camus, a los 39 años, hace 46 (los que tenía Camus al morir, hace ahora 50). Martín Santos se refería a Madrid, entonces sin catedral. Cuando escribió esas palabras, Bilbao ya tenía dos: la de Santiago, pequeña como una parroquia grande, de fachada y torre reconstruidas en el XIX, neoclásicas, de piedra clara, en el casco viejo, y la de San Mamés, la grande, la repleta de fieles cada dos domingos, la que ruge, la catedral del fútbol, junto a la estación de autobuses y la primera parada del tranvía. Bilbao tiene dos catedrales y un tranvía verde que recorre la ciudad nueva bordeando el camino de siempre: las oscuras aguas del Nervión a cuyas orillas la ciudad ha renacido, una ciudad nueva sobre la ciudad de siempre. Famosa ciudad oscura (“oh altos hornos, infiernos hondos en la niebla”, cantaba el bilbaíno, y universal, Blas de Otero), ha sabido encontrar una nueva plaza desde las que nazcan todas las calles que ya estaban. La ría es la de siempre, pero ahora gusta asomarse a ella y seguir la violencia suave de los remos que entran y salen en el agua, todos a una, fantástica coreografía infinita, en el paseo, en los puentes y en el inevitable Guggenheim que parece la instantánea captada de una ciudad del futuro en el principio de su fin, una ciudad fundiéndose, derritiéndose, la viñeta más grande del mundo que nos ha hecho volvernos al cómic de Bilbao, una ciudad nueva, viva, que ha sabido percatarse de que no estaba terminada (como la catedral de Madrid cuando Martín Santos escribió “Tiempo de silencio”).
En realidad ninguna ciudad está terminada; las ciudades acabadas están muertas. Palmira, Persépolis, La Alhambra. Pero hay que ser valiente, o intrépido, para acometer acabamientos temporales, tan acertados en Bilbao, la ciudad nueva, de provincias a capital, con la llegada a “La Paloma”, el aeropuerto blanco de Calatrava (el mismo del hermoso puente que resbalaba y hubo que pavimentar, vaya mano que tiene este hombre con los puentes y sus daños colaterales), el aeropuerto que nos recuerda que nada es lo que era. Desde el aeropuerto un autobús al centro, 20 minutos, 1,3€, recorriendo algunos rincones que señalaremos para visitarlos después. Mira, la ría. Ostras, el Guggenheim, con su arbusto en forma de perrito gigante. Y el río y los remos hiriendo las aguas que inmediatamente se cierran, y los parques. O en tren FEVE al mismo centro, o en autobús junto a la catedral, la del fútbol, y entonces el tranvía hasta la estación FEVE y nos apeamos y cruzamos el río, o la ría, y entramos en las Siete Calles, el casco viejo, donde elegiremos una de ellas para adentrarnos y perdernos y al rato volver a la misma o a otra similar y detenernos en cualquier punto y decir ¡éste mismo! y entrar en el bar que surja justo ahí y pedir un vino y repasar las bandejas de pintxos y controlarnos para no comernos todos pues al lado del bar hay invariablemente otro, y con esas maneras cantábricas nosotros cogemos nuestros pintxos y luego decimos pues hemos comido tantos, y el camarero multiplica y a otro templo, con otras reliquias, la mayoría futboleras, como aquel pelo de Maradona en una hornacina napolitana, aquí una camiseta de Amorebieta, devotamente enmarcada, y cuatro fotos, y más pintxos.
Aún en el casco viejo, localizamos la catedral a lo lejos. Más tarde atravesaremos las dimensiones agrandadas al entrar, la escala de las catedrales, aunque sean pequeñas, como una parroquia grande. Pero antes de llegar a la catedral nos refugiaremos en los soportales de la Plaza Nueva, la plaza mayor, donde el domingo por la mañana buscaremos alguna novela entre los puestos de libros que nos llevarán hasta un café cremoso en el bar Bilbao. “Mi Plaza Nueva fría y uniforme”, dijo Miguel de Unamuno, que nació ahí detrás, y tiene al lado una plaza hermosa por la que pasaremos. Tras el café la encontraremos llena de gente.
Querremos innovar, descubrir otros Bilbao, pero acabaremos acercándonos al “Guggen”. Y descendiendo a los “infiernos hondos”, el metro, que si en Moscú nos sorprendió por su grandiosidad aristocrática, aquí lo hará, cómo no, por su diseño (la estación de Sarriko merece una visita, si no tenemos vértigo). Saldremos de Bilbao con la lección aprendida de arquitectura actual. Y con kilo y medio de más, glorioso kilo y medio de más.
La sonoridad portuguesa de la palabra que nombra la ciudad que nos acoge, Bilbao, ya nos atrapa. La antigua ciudad nueva. Las tiendas del centro, los bares del casco viejo, la cafetería del museo, la calle y la lluvia, la ría. Y un desayuno imprescindible (y si prescindimos pues almuerzo, o cena) en el Iruña, frente a los jardines de Albia con sus árboles inmensos, en la parte bar del Iruña con azulejos en las paredes y la barra semicircular donde acodados damos cuenta del zumo, el café, el croissant, el pintxo de revuelto de jamón y mayonesa, o en la parte restaurante del Iruña, donde también comenzará la noche bilbaína, todo un clásico de Bilbao, porque los otros Bilbao ya están descubiertos. Aunque en esta ciudad, para comer, casi cualquiera vale. Para todos los gustos. Cuidado, también para todos los bolsillos, sobre todo si nos alejamos de la barra y nos sentamos en una mesa con mantel.
Y abandonamos Bilbao, satisfechos. Días más tarde construiremos sin saberlo un verso que ya escribió Blas de Otero: “cuánto Bilbao en la memoria”.