El viaje, claro, comienza antes del viaje. El dedo recorre lomos sin tocarlos, a un centímetro de distancia, y se detiene en una obra maestra: El virrey de Ouidah, de Bruce Chatwin. El dedo, tembloroso tras las primeras páginas, dibuja la costa de África sobre el mapa. La costa de los esclavos, en el golfo de Guinea. Benin. Una costa de 120 kilómetros de playas de arena, sin puertos naturales, y el país se eleva hacia el norte, ensanchándose al llegar a las fronteras norteñas con Burkina Faso y Níger. Ouidah era el puerto de Abomey; Abomey, la capital del reino Dahomey que dio lugar a un país, Benin, que hasta 1975 se llamó Dahomey y desde cuya capital se estructuró su riqueza en torno al tráfico de esclavos. Gentes de los pueblos enemigos, que eran cualquier otro pueblo, capturados y vendidos a los comerciantes blancos que fondeaban sus grandes barcos a un centenar de metros de la playa de Ouidah y bajaban en piraguas que se encaramaban a las crestas de las olas y regresaban a las naves con hombres y mujeres encadenados que, una vez abolida la esclavitud por Inglaterra en 1818, llenaron barcos hacia Brasil y Cuba de forma clandestina.
Altas palmeras cocoteras con un tronco de hilo, como los fuegos artificiales de Binta y la gran idea de Fesser, un carril de tierra roja, y las deidades del vudú, que aquí es una religión (cristianos y musulmanes nos confesarán que participan en ceremonias vudú), y de aquí pasó a Brasil y a Cuba. Cuatro kilómetros de tierra roja desde la playa hasta el fuerte portugués y las casas nacidas alrededor, Ouidah, una ciudad que parece sometida a una deriva que la lleva al abandono, aunque no es así y se retuerce como las serpientes que nos esperan en el decepcionante templo de la Pitón, donde nos señalan el lugar de la última celebración vudú y al lado una botella de cerveza que nadie se ha molestado en recoger, y la casa que fue de Manoel da Silva y que sigue siendo de sus descendientes, todos negros. Las generaciones se fueron oscureciendo, venciendo el color de la piel de esas caravanas de esclavos cuya ruta recorremos hasta la playa y el punto de no retorno, generaciones que nos alumbran el Macondo que es Ouidah que nos muestra Chatwin, ese genio, y miramos desde la playa el mar que miraron los esclavos y ya visitaremos Abomey, la capital, el palacio donde estuvo preso Manoel da Silva y fue salvado por el hermano del rey, Ghezo, que después fue rey y en la selva se hizo hermano de sangre de Silva, quien tardaría más de 30 años en comprender lo que eso conllevaba.
Un palacio de adobe
Benin es uno de los países más pobres de este pobre mundo y, sin embargo, desde que entramos por el norte, no hacemos más que escuchar carcajadas. Los poblados de chozas de adobe con planta circular y techo de paja de Burkina Faso dan paso en Benin y Togo a casas de adobe, pero casas, y en este aparente paso hacia delante se observa más la decrepitud, el color de la tierra alcanzando las casas con la excepción de los somba. Esa tribu del norte que se extiende hacia Togo (donde son llamados tambermas), con unos poblados construidos a modo de auténticas fortalezas, castillos familiares con sus torres y sus adarves que les permitieron resistir al organizado ejército de Dahomey, constituido en gran parte por fieras guerreras que decapitaban a algunos enemigos y al resto los llevaban a Abomey, la capital, donde el rey, desde su palacio, cuyos muros están construidos de adobe y sangre, dirigía su parte del trato, sus negocios con Manoel da Silva, el mayor traficante de esclavos, el hombre más rico de África Occidental, que murió en la ruina y que vivimos en este novelón de Chatwin que nos hace ir a Benin.
Benin aparcó su marxismo-leninismo y lucha por alejarse de la pobreza. La capital es Porto Novo, un pueblo grande, pero la ciudad más importante es la cercana y también costera Cotonou, de edificios y miles de motos, que será nuestro campamento base, con su oferta de puestos callejeros y hoteles baratos, pero también restaurantes buenos y hoteles de lujo. A una hora de Ouidah, a 40 minutos de Porto Novo, a hora y media de Gran Popo, a media hora de Ganvié.
Ganvié es la Venecia africana. Esos sobrenombres nos hacen desconfiar, pero no nos arrepentiremos de ir. Una ciudad diferente. Un pueblo de más de 20.000 habitantes sobre un lago, en ocasiones aprovechando un islote, la mayoría de las veces las casas construidas sobre un andamiaje de palos atados que sobresalen del agua, formando un caótico laberinto de canales y de innumerables canoas y barcas en las que sus habitantes se manejan como único medio de transporte. Ganvié tiene iglesia, colegio, mercados y hasta un par de hoteles, modestos pero limpios. Un pueblo que gira en torno a la pesca desde que se establecieron aquí en el siglo XVlll huyendo del tráfico de esclavos. El ajetreo de la vida africana en un escenario de agua, canoas y redes que se detienen un segundo en el aire, infladas, antes de caer lentas al agua adonde han sido arrojadas para atrapar otro pez.
No es posible tener una visión completa del mundo sin el fondo de tambores que rodea el rostro amable de una pobreza brutal. Recorremos ciudades imposibles, atravesamos los renglones mágicos y exactos de Chatwin, y a la vuelta podemos dejar atrás Cotonou, su enmarañada grandeza de capital africana, y continuar por la costa en dirección a Togo, tan cerca. Detenernos en Gran Popo si queremos olvidarnos del mundo: la playa inmensa, las altas palmeras, el mar donde ya no fondean grandes barcos. Un hotel modesto, pocas casas, Chatwin, África, los tambores que ya van sonando en nuestro interior.